F e l i c e s F i e s t a s
Lucky y yo esperamos que en estos días tan entrañables y mágico seáis muy felices
Cuentos Navideños
“Un cofre para Álvaro”
En este cuento he aprendido que debemos de reconocer los méritos de todos aquellos que con sus actos salvan vidas, y que todo el que tiene un perro en su vida tiene a su salvador pendiente de él en todo momento.
Escrito por María Florencia Cammajó
Labrador es un perro negro como la noche y el color de sus ojos es ámbar. Alguien del lugar conocedor de razas de animales al ver al perro un día dijo: “Este perro es un Labrador”.
Al parecer a nuestro amigo le gusto el nombre y desde ese momento en adelante siempre que le llamaban por “Labrador” allí estaba.
Al caminar lo observaba todo y si algún anciano quería cruzar la calle allí estaba el bueno de Labrador para detener el tráfico y cruzar al viejecillo al otro lado.
Es un gran perro, bueno e inteligente. Decían los vecinos del lugar pero así y todo nadie lo había adoptado aún. Labrador no tenia dueño, vivía en la calle y comía de lo que algún buen samaritano le daba.
Eso sí, siempre dormía en el mismo sitio, bajo un gran árbol de Framboyán que crecía enorme frente al cuartel de bomberos.
Siempre le había llamado la atención aquel lugar donde de buenas a primera tocaban la alarma y todos los bomberos que allí trabajaban corrían a ponerse sus cascos, capas, botas y montar en aquellos carros enormes para luego salir como alma que lleva el diablo por las estrechas calles de la tranquila ciudad.
Muchas veces había querido entrar para husmear pero nunca le dieron la oportunidad, siempre alguno de los bomberos que allí estaba lo sacaba diciéndole.
—Este no es lugar para ti Labrador, aquí estas estorbando, en cualquier momento tenemos que salir por una llamada urgente y ahí estas tu atravesado.
Un día voy a entrar y allí me quedaré- Se decía el buenazo del perro cómodamente acostado mirando hacia el frente del cuartel de bomberos.
De pronto, medio dormido como estaba sintió que un estruendo de sirenas alborotaba el lugar.
Corrió y vio como los bomberos rápido cogían sus capas, botas y cascos poniéndoselos para montar en los carros que ya estaban listos para partir. Velozmente cruzó la calle y subió a uno de los carros y se escondió cuán grande era bajo unas mantas que allí había.
Allí quedó tranquilo, casi ni respiraba para que no lo descubrieran.
Inmediatamente sintió cómo los carros partían tocando las bocinas por las estrechas calles de la ciudad, Labrador iba muy asustado, nunca se había montado en uno y menos de ese tamaño.
Llegaban al lugar, rápido los bomberos bajaban de los carros y alaban las mangueras para conectarlas a una bomba que allí en la calle había y así poder sofocar el fuego que como una gran boca quería devorar el edificio de apartamentos.
Las lenguas de fuego cada vez eran mayores y los bomberos no lograban controlar las llamas.
Labrador salió veloz de abajo de la colcha y vio que muchas personas gritaban parados en la acera frente al edificio.
El perro fijó sus ojos amarillos en una mujer que con dos niños sujetos a su ropa lloraban desconsolados, ella le pasaba la mano por sus cabezas y los apretaba contra su cuerpo.
El noble perro se dijo: Algo está sucediendo con esa señora, su llanto es debido a algo – Se acercó cauteloso hacia donde estaba la madre de los chicuelos y escuchó cuando le decía a uno de los bomberos.
—¡Por favor salve mi pequeñito que está dentro del edificio! En el segundo piso.
—Señora, estamos haciendo todo lo imposible por salvar a su pequeño pero las llamas cada vez son mayores.
En ese mismo instante Labrador salió corriendo y adentrándose al edificio en llamas salió a buscar al pequeñín.
Todos afuera estaban asombrados.
—Miren es el perro que siempre esta deambulando por la calle donde está la estación de bomberos.
— ¿Qué irá hacer ahí dentro? de verdad ese perro se volvió loco -decía uno de los bomberos.
Mientras, Labrador saltaba entre los maderos en llamas tratando de llegar al segundo piso y así poder rescatar al bebe a costa de su propia vida.
En el segundo piso Labrador corría y olfateaba para ver donde estaba el pequeñuelo, los maderos incendiados caían a su alrededor.
De pronto, escuchó un llanto, ya tenía localizado al niño, corrió y empujando la puerta con todas sus fuerzas de perro bravo la abrió, allí estaba acostado en su camita llorando. Salto sobre la cama y con sus patas y hocico tapo a la criatura haciendo un bulto el cual mordió y salió con el lo más rápido que pudo.
El apartamento ya estaba en llamas por todas partes.
Habían pasado cinco minutos desde que nuestro amigo entrara al edificio.
Los que estaban fuera esperando que el perro saliera le parecían horas. Todos pensaban que el bueno de Labrador había muerto, la mamá de los chicos seguía llorando desconsoladamente. Cuando de pronto, por una ventana salía una sombra negra como una flecha. “Era Labrador”
— ¡Ahí viene el perro! Miren, está vivo y trae algo en la boca.
Todos se acercaron para ver que traía entre sus fuertes dientes.
El animal puso con mucho cuidado su preciada carga en el piso y se quedo parado al lado de ella. Cuando revisaron la manta vieron con asombro que Labrador lo que traía era al pequeño bebé envuelto.
— ¡No puede ser! ¡Es un milagro! Ese perro ha salvado la vida de mi hijo. Decía la mamá de los niños llorando.
Nuestro salvador estaba con algunas quemaduras en sus patas y lomo.
— ¡Qué perro tan valiente! (El que así hablaba era el jefe de los bomberos que muy asombrado no sabía si pasarle la mano al perro o ver al bebé que sonriendo y lleno de tizne se reía con su mamá, sin saber el peligro tan grande que había corrido si no llega a ser por el bueno de Labrador)
Mientras tanto el perro era acariciado por todas las demás personas que allí se encontraban.
Un niño como de unos diez años le trajo agua, el pobre perro no paraba de toser.
El paramédico de la ambulancia ayudaba a dar oxigeno a muchas de las personas que estaban con falta de aire por el humo aspirado en el lugar.
Al ver al canino dijo:
—Tráiganlo aquí, bien se merece que se le de un poco de oxigeno y le vea las quemaduras porque se a portado como todo un héroe.
Todos gritaban y decían:
—¡Si, que lo atiendan, si no es por él, el niño de Natalia hubiera muerto!
Caía la noche, lo que quedaba del edificio era polvo y humo, desolador estaba el lugar, muchos tendrían que ir a un albergue y tratar de ver cómo se las arreglarían al otro día y los venideros.
Labrador había sido curado y los bomberos se lo llevaron con ellos a la estación. Estaba feliz, estaba donde quería estar. “Dentro del cuartel de bomberos”
Labrador pensaba: Qué feliz soy, todos me miman y me respetan, soy uno más de ellos, ya no seré ese perro que deambulaba por las calles sin un lugar donde vivir, de ahora en adelante trabajare como bombero, ese era mi sueño.
En ese momento Ramón se acercaba donde estaba el perro acostado y le dijo.
— Sabes, eres un perro valiente y arriesgado. Lo que no hicimos nosotros lo hiciste tú con valor y esfuerzo. Podrás quedarte aquí para siempre.
Así pasaron las semanas y Labrador ya estaba sano de sus quemaduras.
Ese día había mucho movimiento en la estación. Los bomberos reían, iban de un lado a otro y preparaban en la parte de enfrente una tarima.
Darían una gran fiesta, ponían globos y cintas.
¿De quién será la fiesta? No he escuchado nada, así que no sé para quien estarán preparando este festejo. Seguro será para alguno de los bomberos que cumple años. Esperemos a ver qué sucede más tarde. Eso era lo que Labrador pensaba.
Entrada la tarde, el jefe de bomberos mandó a salir a todos al patio y algunos de los vecinos cerca de la estación fueron también para ver el gran acontecimiento que allí se iba a dar.
Labrador se hecho en una esquina y desde allí no se le escapaba lo más mínimo.
De pronto subió el jefe de los bomberos a la pequeña tarima que improvisaran y mandando a callar a todos dijo.
—Hoy es un día especial para todos nosotros en esta unidad, vamos a poner la medalla de héroe destacado al bombero más arriesgado y valiente de la estación. ¡Queremos que todos los aquí presentes presten atención!
Y sacando de una cajita la medalla con una cinta roja azul y blanca dijo.
—Un pasó al frente bombero Labrador.
El perro no lo podía creer, estaba confundido. ¿Había escuchado bien? ¿Lo habían llamado a él? Ramón llamo al animal y le dijo.
— ¡Arriba Labrador, no te hagas esperar, es contigo!
Enseguida el perro fue hacia donde el capital y subiendo a la tarima se sentó para que le pusieran en su grueso cuello la medalla de héroe.
Todos aplaudían y daban vivas a Labrador.
El bombero alargo su mano y el perro levantando su pata delantera la puso arriba de la mano del jefe de los bomberos.
Todos los demás aplaudían en muestras de alegría, soltaron los globos y acariciaban al perro que muy contento y feliz se paseaba por toda la estación con su medalla al cuello.
Fin
“Emiliano y los perros”
Cuanto bien nos hace darnos cuenta de todo lo que nos hace la vida fácil y placentera, pero debemos de recordar especialmente en estas fechas todos los que carecen de alimento y abrigo, ayudémoslos en la medida de lo posible, seamos solidarios y tendremos unas navidades más felices.
Escrito por Anónimo
Emiliano amanecía cada día en un rincón distinto del barrio. Aquél que le había dado cobijo durante la noche, con un techo de estrellas sobre su cabeza. Emiliano pernoctaba allí donde la noche llegaba a diario a su realidad. Y lo hacía al calor de sus amigos, que le rodeaban fieles aportando calidez física y afectiva. Seis, siete, ocho perros amigos le acompañaban en su vagabundeo diurno y en su descanso nocturno. Y Emiliano los trataba con extraordinarios cuidados y mimos, aún a costa de sus propias privaciones.
Pero ¿quién era Emiliano? Por el barrio se comentaban diversas historias sobre su vida. Pero todas coincidían en un punto: se trataba de un hombre nacido en una familia de clase media. Poseía estudios universitarios y había sido funcionario de carrera en el Instituto Cartográfico Nacional.
En su edad joven, con un trabajo estable, una casa familiar (sin familia, eso sí) y un nivel de vida de tipo medio, algo debió de pasar por la mente de Emiliano. Comenzó recogiendo cuantos perrillos abandonados encontraba a su paso, hasta que la casa terminó por asemejarse más a un albergue canino que a un hogar. Los vecinos expresaron a Emiliano sus quejas sin resultado alguno. Vinieron entonces las denuncias y las pretensiones de desalojar a los canes. Hasta que un día, aquel alma grande y aquella mente que con frecuencia se negaba a pensar de acuerdo con los modos establecidos, al unísono decidieron vivir al margen de horizontes que limitan.
Y comenzó una nueva etapa, abandonando su trabajo y abandonando su casa, para vivir en libertad. Sin vecinos arriba y abajo que se molestan por saberle feliz. Sí, la calle, la calle sería en adelante su hogar.
Educado siempre, digno, sin concesiones a la tentación de mendigar, Emiliano únicamente sufría si un día se encontraba sin posibilidad de dar de comer a sus canes compañeros. Y éstos crecían en número cada verano. Todos los que eran abandonados por sus amantísimos amos, encontraban cariño al lado de Emiliano. Lamentablemente, el número siempre se equilibraba por la falta de alguno de ellos. La ausencia de higiene y de cuidados veterinarios se encargaba de impedir que el número creciera demasiado.
A primeras horas de la mañana, era frecuente ver a Emiliano durmiendo en un rincón de la calle, rodeado de sus amigos para los que nunca faltaba una raída manta aunque él dejara que su cuerpo descansara directamente sobre el suelo.
Su conversación, siempre instruida y atenta, hacía que contara con la simpatía y la generosidad de los que habitualmente pasaban a diario por su lado. Esto era lo que le permitía sobrevivir.
Y aquella noche de finales de Diciembre, en plenas vacaciones Navideñas, el aire congelaba el aliento. Aparecían las calles desiertas y, aquellos a los que alguna necesidad les hacía salir de sus casas, caminaban apresurados y prácticamente enfundados hasta los ojos. Incluso las bombillas de colores, y su misión de aportar ambiente Navideño a las calles, parecían haber sido vencidas por la gélida noche y ofrecían una luz tenue, pobre, fría también. Algunas, incluso, habían decidido dejar de brillar para siempre. Y mostraban unas figuras Navideñas imposibles, truncadas, deshechas.
De vuelta a casa, pasé a su lado. Sus amigos los perros habían sido cuidadosamente tapados con mantas compartidas, y se apretaban unos contra otros intentando transmitirse un calor que no tenían. A sus ojos abiertos no acudía el sueño. El frío y el hambre no son buenos compañeros de los sueños. A su lado, Emiliano frotaba con energía sus manos. Siempre se había negado a acudir a pasar la noche al refugio donde los Servicios Sociales Municipales le ofrecían cama y comida. Le habrían requisado a sus amigos, los habrían enviado a la perrera municipal. Y él nunca consentiría eso, ellos no estaban abandonados, le tenían a él.
Contestó a mi saludo deseándome buenas noches. Agradeció, como siempre atento sin servilismos, la moneda que habitualmente depositaba en su mano de uñas largas y negras y de piel cubierta de una suciedad acumulada de varias fechas (lavarse las manos en una fuente de la calle en pleno invierno, no es precisamente un placer). Sus amigos sólo me siguieron con la mirada.
También yo le deseé buenas noches y proseguí con prisa mi camino. Y de repente, oír mi voz expresando ese deseo a alguien en aquellas condiciones, removió algo dentro de mí, del corazón, de mi mente ya acostumbrada a ver feliz a Emiliano en cualquier situación. ¿Era mi moneda habitual la forma de tranquilizar mi conciencia por la parte de responsabilidad que me tocara en la situación de todos los Emilianos?. Pero aquel mi expresado deseo de “buenas noches” me sonó tan banal, que era demasiado incluso para mi conciencia, acomodada y posiblemente poco autoexigente.
Desvié mi trayecto y entré en uno de esos supermercados de horario nocturno. Llené sendas bolsas con algo de embutido, de pan, leche, de alguna chuchería y… también de un poco de vino que aportara calor. En la otra bolsa puse suficiente número de latas con comida para perros y caminé contenta al encuentro de Emiliano. Seguía en el mismo lugar, seguía frotándose enérgicamente las manos.
Satisfecha, le entregué las bolsas y, tratando de evitar el tono grave que en ese momento se empeñaba en ensombrecer mi voz, “por si aún no habéis cenado” le dije con premeditada jovialidad intentando no herir su dignidad.
Emiliano me miró -gracias- dijo, y sonrió, sólo sonrió. Rápidamente se puso a rebuscar en las bolsas, poniendo hacia un lado, sin hacerle caso, cada artículo de comida que encontraba dentro. Así hasta que tocó el turno a aquélla en que estaban las latas para los canes. Me miró y sonrió de nuevo, con abierta sonrisa esta vez. “Gracias” -repitió- “habría sido suficiente con esto, yo estoy bien”. Y se volvió, ya ignorándome, con prisa por preparar a sus expectantes amigos la ansiada comida.
Y ahora, ya no fui capaz de expresarle otro “buenas noches”. Solo me encaminé de nuevo a mi casa, donde me esperaba el calor. El del cariño de mi familia, el de la calefacción de la casa, el de la sopa de mi cena, el de la música Navideña de aquellos niños vestidos de pastorcitos que cantaban esa noche en la televisión. De repente aprecié todo cuanto poseía y supe, como nunca, lo superficiales que eran mis sensaciones de necesidad.
Pero Emiliano me había enseñado. Y aprendí que yo carecía de dones en los que él era inmensamente rico: su capacidad para ser feliz sin nada, su sentido de la amistad anteponiendo las necesidades de sus amigos a las suyas propias, su espíritu libre sin calendarios ni relojes que vienen a recordarte fechas, horas…
Y mi calendario, inmisericorde, se empeñó en recordarme que era Navidad, pero que existen en el año 365 noches…
“Navidad para un perro abandonado”
Somos conscientes que hay personas que por sus actos no deberían llamarse humanas, pero siempre hay una esperanza, también hay muchísima gente buena y con las vueltas que da la vida, en ocasiones comprobamos que los milagros existen.
Escrito por Enrique Arenz
Era el primer domingo de Adviento, y yo me pregunté si era verdad lo que estaba viendo: el automóvil se detuvo, se entreabrió una puerta trasera y alguien hizo bajar a un perrito muy inquieto. “¡Bájate, Pulguete!”, ordenó una voz desde el interior. El pobre animalito quedó desconcertado cuando el automóvil se alejó a toda velocidad. Me partió el corazón verlo correr desesperado detrás del vehículo.
Pulquete tendría unos seis o siete meses; menudito, de patas largas y pelo corto color de canela, exhibía una oreja negra de llamativo contraste. No volví a verlo hasta mucho después, pero imagino que esa noche, agotado y tembloroso, durmió acurrucado en el primer agujero que encontró. Por la mañana comenzó a buscar a sus dueños. Ese día no comió y apenas bebió un poco de agua estancada. Los días y las noches se le hacen interminables. A las dos semanas está flaco y decaído, aunque se lo puede reconocer fácilmente por su orejita negra. Como es muy joven comienza a olvidar a quienes lo arrojaron a la calle. Tal vez recuerda vagamente un patio soleado donde retozaba despreocupado. No sabe qué le pasa, pero tiene hambre y mucho miedo porque otros perros callejeros lo corren, la gente lo echa de las veredas y cuando cruza las calles, unos artefactos rugientes se le vienen encima.
Pero a pesar de todo, Pulguete siente una irresistible atracción por las personas. Cuando descubre que alguien lo mira compasivo, se le acerca tímidamente con la cabeza gacha y ojos que imploran una caricia. Pero, invariablemente, esa persona que se detuvo misericordiosa endurece la mirada y sigue su camino, no vaya a ser que el pobre animal se le adose y la siga.
Diez días después de presenciar aquel acto incalificable, nuestro perro Budy, un maravilloso lanudo grandote y bonachón, de cuatro años de edad, se nos escapa, asustado por los cohetes, y se pierde. Lo buscamos días enteros por el barrio y por las calles de la ciudad, pero nuestro querido Budy no apareció.
Tomás, nuestro hijo de ocho años, estaba desconsolado; nunca lo habíamos visto tan afligido. Se acercaba la Navidad y todo hacía presagiar que la íbamos a pasar con mucha tristeza.
Budy se había alejado mucho de su casa. Cuando se le pasó el susto intentó regresar, pero caminó en sentido contrario y terminó en un mundo desconocido y ruidoso: el centro de la ciudad.
Durante días y noches corrió desesperadamente buscando a su familia, hasta que el desaliento y el cansancio detuvieron su atolondrada carrera. Su mirada vivaz se apagó y su abundante pelaje pronto fue una maraña sucia y enredada.
Un día que llovía copiosamente el pobre Budy trotaba pegado a la pared buscando algún recoveco donde guarecerse cuando se topó con un cachorro flaco, asustado y empapado que se detuvo y lo miró con curiosidad. El debilucho Pulquete, al que ya se le contaban las costillas, y Budy, corpulento y greñudo, se quedaron estáticos bajo el aguacero observándose con expectación. Pulquete, con sus orejitas paradas, movió tímidamente la cola y Budy se le acercó para olerlo. Enseguida se hicieron amigos y ya no se separaron en su vagabundeo. El pequeño seguía al grande a todas partes, buscaban comida juntos y en las noches frescas se daban calor pegaditos uno con otro. Budy seguía con su idea fija de localizar su casa, obsesión que sólo olvidaba temporalmente cuando se divertía con Pulquete en el novedoso juego de perseguir automóviles y motocicletas).
Llegó el 24 de diciembre. Hacía ya catorce días que se había perdido nuestro perro, y desde entonces Tomás casi no hablaba ni se interesaba por nada. Mi esposa y yo, preocupados por tan prolongada apatía, decidimos llevarlo a la Misa del Gallo que se celebraba a las diez de la noche en la Catedral. No sé cómo se nos ocurrió la idea, pero esa misma noche, al terminar la ceremonia, cuando todavía vibraban en nuestros corazones los conmovedores acordes del Gloria in Excelsis y los ángeles aún aleteaban sobre nuestras cabezas, comprobamos que aquella decisión no había sido casual.
Al salir de la iglesia fuimos rápidamente hasta nuestro auto para llegar cuanto antes a casa, donde nos esperaban los abuelos de Tomás para la cena de Nochebuena. Iba a poner el motor en marcha cuando Tomás sale de su mutismo y me dice:
—Mirá, papá, ese pobre perrito, ¡qué flaco está!
Me fijo donde me señalaba mi hijo y reconozco al cachorro por su inconfundible mancha negra.
—Pero si es Pulquete, el cachorro que tiraron a la calle desde un auto. ¿Te acordás que te lo conté? Fue antes de que se perdiera Budy. Qué desmejorado está, pobrecito.
—Mirá como nos mira, papi, como si quisiera venir con nosotros…
—No, Tomás…, no podemos…
—Quiero acariciarlo papá, por favor… ¡Vení, perrito…!
Yo sabía que si Tomás acariciaba a ese cachorro tendríamos que llevarlo a nuestra casa.
¿Pero cómo negarle ese gesto de ternura después de lo que había sufrido? Nos miramos resignadamente con mi esposa y asentimos en silencio.
Tomás bajó del auto y acarició efusivamente al cachorro. Había que verlo a Pulquete, estaba loco de alegría, movía la cola, le lamía las manos y la cara, saltaba feliz, se tiraba panza arriba.
—Papá, está hambriento, tenemos que darle de comer.
—Está bien, subilo al auto que lo llevamos a casa.
Tomás, entusiasmado y feliz como no lo habíamos visto en semanas, trató de inducir al cachorro a que subiera. Pero para nuestra sorpresa, Pulquete no avanzó. Se quedó parado expectante. Tomás insistió en llamarlo pero el perrito, lejos de subir al auto amagó con alejarse. Se puso a ladrarnos como si quisiera decirnos algo. Se alejaba de nosotros, se detenía y nos ladraba. Su comportamiento era muy extraño. Tomás intentó agarrarlo pero apenas se le acercó, el cachorro corrió para volver detenerse y a ladrarnos varios metros adelante. Tomás quería ir tras él, pero se nos hacía tarde y no podíamos perder tiempo en los caprichos de un perro desconocido.
—Déjalo, Tomás, es muy tarde, vamos a casa.
— ¡Papá, por favor…!
—Subí, vamos a casa, está claro que no quiere venir con nosotros.
Puse el motor en marcha y Tomás se largó a llorar. Pulquete había vuelto a correr y ya había doblado la esquina.
Lo que sucedió a continuación todavía hoy nos emociona y no lo vamos a olvidar en nuestras vidas.
El motor del auto se detuvo inexplicablemente y no hubo forma de hacerlo arrancar. “¿Qué pasó?, me dije inquieto, ¿Se habrá ahogado? Sí, seguro…; bueno, paciencia, tendremos que esperar un poco”. Tomás lloraba en el asiento trasero y adiviné que mi esposa, con la cara vuelta hacia la ventanilla, también dejaba correr algunas lágrimas silenciosas. En eso oímos unos ladridos familiares.
— ¡Papá, papá! —gritó Tomás— ¡Mirá! ¿Ese no es Budy?
— ¡Por el amor de Dios, sí, es Budy, es Budy! —exclamó mi esposa.
¡Era Budy no más! Había reconocido el automóvil y venía corriendo desde la esquina a toda velocidad. Y detrás de él, ladrando entusiasmado, venía Pulquete, el cachorro abandonado que no quiso abandonar a su amigo y por eso había tratado de hacernos entender que debíamos esperarlo hasta que él lo fuera a buscar.
Y adivinen qué pasó cuando los dos perros estaban ya dentro de nuestro automóvil y todos llorábamos y reíamos de alegría: el motor arrancó apenas giré la llave.
Fue como si algún ángel de Navidad, un ángel tal vez de los animales, ¿por qué no?, hubiera dicho con una dulce sonrisa: “Bueno, ahora sí se pueden ir todos a casa a celebrar la Nochebuena”.
El Perro
Un cuento que nos recuerda en estas fechas que tenemos que ver con el corazón y actuar en consecuencia.
Escrito por anónimo
Se cuenta que un hombre, reducido a la mendicidad, abandonó su gente y se fue a la aventura. Extenuado por el hambre y el cansancio, llegó a una ciudad de grandiosos palacios, y se encontró siguiendo a un grupo de altos personajes, todos encaminados en la misma dirección.
La comitiva entró en una especie de palacio real, donde un anfitrión de aspecto imponente recibía a los visitantes rodeado de pajes. Se les ofreció un suntuoso banquete; pero nuestro hombre se mantuvo apartado, escondido y todo confundido, con la esperanza de que nadie lo descubriera.
Mientras el mendigo permanecía escondido y todos comían, he aquí que llega un paje con cuatro perros de caza, vestidos con una gualdrapa de brocados, collares de oro y frenos de plata. El lacayo amarró cada perro al puesto que le estaba reservado, y puso delante de cada uno de ellos un plato de oro colmado de exquisitos manjares.
Afligido por el hambre, el hombre contemplaba aquella comida, y hubiera deseado acercarse a uno de aquellos perros para comer con él, pero el miedo se lo impedía.
Cuando he aquí que uno de los perros levantó los ojos del plato y lo miró, el Altísimo le inspiraba el conocimiento de las condiciones de aquel desgraciado.
El perro se apartó del plato, haciendo una señal al hombre para que se acercara. El mendigo se acercó y comió; después hizo ademán de irse, pero el perro le hizo una señal para que se llevara también el plato, con la comida que había quedado; y con la pata lo empujaba hacia él. Entonces el hombre recogió el plato que era de oro macizo, y huyó del palacio sin que nadie lo advirtiese.
Atontado por lo sucedido, estaba pensando para sí: «¿Pero cómo es posible que un perro, criatura inferior y privado de inteligencia, se haya dado cuenta de un hecho que escapaba a la mirada del hombre, y haya sido capaz de cumplir con una acción tan noble?». Entonces le respondió el Espíritu de Dios que habla al corazón: «Yo me sirvo de cualquier criatura mía para mis fines de misericordia.
Estaba hablando a cada uno de aquellos comensales, pero ninguno prestaba atención a mis palabras. Todos estaban muy ocupados en sus asuntos. Solamente aquel perro la oyó, y haciéndome caso, ha llegado a ser el vehículo de mi providencia para ayudarte».
Se cuenta que un hombre, reducido a la mendicidad, abandonó su gente y se fue a la aventura. Extenuado por el hambre y el cansancio, llegó a una ciudad de grandiosos palacios, y se encontró siguiendo a un grupo de altos personajes, todos encaminados en la misma dirección.
La comitiva entró en una especie de palacio real, donde un anfitrión de aspecto imponente recibía a los visitantes rodeado de pajes. Se les ofreció un suntuoso banquete; pero nuestro hombre se mantuvo apartado, escondido y todo confundido, con la esperanza de que nadie lo descubriera.
Mientras el mendigo permanecía escondido y todos comían, he aquí que llega un paje con cuatro perros de caza, vestidos con una gualdrapa de brocados, collares de oro y frenos de plata. El lacayo amarró cada perro al puesto que le estaba reservado, y puso delante de cada uno de ellos un plato de oro colmado de exquisitos manjares.
Afligido por el hambre, el hombre contemplaba aquella comida, y hubiera deseado acercarse a uno de aquellos perros para comer con él, pero el miedo se lo impedía.
Cuando he aquí que uno de los perros levantó los ojos del plato y lo miró, el Altísimo le inspiraba el conocimiento de las condiciones de aquel desgraciado.
El perro se apartó del plato, haciendo una señal al hombre para que se acercara. El mendigo se acercó y comió; después hizo ademán de irse, pero el perro le hizo una señal para que se llevara también el plato, con la comida que había quedado; y con la pata lo empujaba hacia él. Entonces el hombre recogió el plato que era de oro macizo, y huyó del palacio sin que nadie lo advirtiese.
Atontado por lo sucedido, estaba pensando para sí: «¿Pero cómo es posible que un perro, criatura inferior y privado de inteligencia, se haya dado cuenta de un hecho que escapaba a la mirada del hombre, y haya sido capaz de cumplir con una acción tan noble?». Entonces le respondió el Espíritu de Dios que habla al corazón: «Yo me sirvo de cualquier criatura mía para mis fines de misericordia.
Estaba hablando a cada uno de aquellos comensales, pero ninguno prestaba atención a mis palabras. Todos estaban muy ocupados en sus asuntos. Solamente aquel perro la oyó, y haciéndome caso, ha llegado a ser el vehículo de mi providencia para ayudarte».
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